San Francisco Javier es uno de los discípulos de Cristo que, a lo largo de la historia, más interés y fascinación ha suscitado en la piedad popular, incluidos los jóvenes que –en nuestro tiempo- parecen tan impermeables a la acción evangelizadora de la Iglesia, aunque afortunadamente no sea siempre así.
Mucha admiración ha suscitado nuestro Santo a lo largo de los siglos. No en vano fue de los primerísimos discípulos y seguidores de san Ignacio de Loyola, Fundador de la Compañía de Jesús. Habiéndose convertido gracias a Ignacio, y despreciando las vanidades del mundo, ¡se entregó a Dios con todas sus fuerzas y energías!...
De un modo providencial fue preparado y elegido por Dios para ser el gran misionero, que habría de imprimir una página gloriosa –como jamás haya tenido par- en la acción evangelizadora de la Iglesia.
Francisco se entregó a la acción apostólica con todo su afán, sin regatear renuncia o sacrifico alguno. Emprendió viajes agotadores, sufrió penalidades de toda clase, persecuciones, insidias y calumnias gravísimas... Pero su corazón no conoció el desánimo. La caridad de Cristo le urgía a la entrega, cada vez mayor, con mayores sacrificios. Enamorado profundamente de Cristo, y ardiente en el celo apostólico, su vida y periplos parecen asemejarse a aquel gran apóstol que fue Saulo de Tarso, el Apóstol de los gentiles, el gran san Pablo.
Su corazón vibró siempre impetuosamente en un empeño por dar a conocer a Jesucristo. Predicaba hasta la extenuación, bautizaba sin cesar, hasta el extremo de que fuera preciso que sostener su brazo, a fin de regenerar a los hombres en las aguas bautismales. Visitó a los enfermos y encarcelados, predicó el Evangelio tanto a los grandes y poderosos de la tierra como a la gente sencilla, vivió intensa vida de oración y de penitencia.
Su afán, predicar a Cristo; acercar a los hombres a la fuente de la gracia divina, a fin de santificarlos y llevarlos a la vida eterna... También vivió un fuerte compromiso en favor de la justicia y de la paz, de la solidaridad y fraternidad entre los hombres. De igual modo, promovió los auténticos valores de las gentes que evangelizaba, y las diversas culturas. Incluso practicó la inculturación en la acción evangelizadora de la Iglesia.
Conoció pueblos y culturas diversísimos, y se hizo todo para todos, a fin de ganarlos para Cristo. Ya en vida era llamado el santo, y los indígenas le buscaban por doquier, venerándolo con profundo respeto y amor.
En su esfuerzo misionero alcanzó metas insospechadas, ganando a innumerables hombres y mujeres para Cristo. Evangelizó gran parte del Oriente Lejano, especialmente la India y Japón. ¿Qué le faltó por hacer?... Es bien sabido de todos: con gran pesar de su corazón, agotado y exhausto ya por tantos trabajos y sufrimientos, murió alas puertas de China, esa gran nación que quiso evangelizar y ganar para Cristo. Lo que él no consiguiera, fue un trabajo que prosiguieron sus hijos espirituales. Especialmente el padre Mateo Ricci, que realizó un gran esfuerzo por integrar Cristianismo e Iglesia en la cultura China, sin que todos sus esfuerzos –por diversos y complejísimos motivos- no cuajaran por completo. Y así, China, junto con todo el continente asiático, como escribiera el Papa Juan Pablo II en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente (10-11-1994, cf. nn. 38.57), sigue constituyendo el gran reto evangelizador de la Iglesia en el tercer milenio.
El Papa Pablo V lo declaró beato el 25 de octubre de 1619. Y el Papa Gregorio XV, sucesor suyo, lo canonizó el 12 de marzo de 1622. San Pío X lo constituyó protector de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI le declaró en 1927, junto con santa Teresa de Lisieux, Patrono universal de las misiones católicas.
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