SSi algo ha carecterizado la vida de los hombres, a lo largo de la historia, ha sido la constante búsqueda de la justicia, de la verdad, del amor, de Dios... Muchos, y muy importantes, hombres -figuras señeras del pensamiento- se han interrogado acerca de estas cuestiones, y otras semejantes. También los hombres y mujeres sencillos, afanados en los quehaceres comunes de cada día, como son realizar un trabajo profesional, sacar adelante la familia, comprometidos en mil actividades...
El hombre siempre ha buscado a Dios, y siempre ha querido amar más, y alcanzar el Amor más alto, el amor más digno y ennoblecedor... El problema es que no siempre ha sabido alcanzarlo: tan difícil y compleja es esta búsqueda. Por eso mismo, en ese noble intento, tantas veces ha visto cómo fracasaba, pese a sus buenas intenciones... ¿Quién podrá, pues, alcanzar el Amor?...
SSan Juan, en su Evangelio, escribe: «A Dios nadie le vio jamás» (Jn 1,18). En efecto, sabiendo Dios que el hombre por sí mismo no podría alcanzarlo de ningún modo, nos mostró su amor en que Él mismo salió a nuestro encuentro. Y así se reveló por medio de su Hijo, el unigénito, al que envió a fin de que realizara la obra de nuestra redención. ¡Es Dios mismo, pues, quien se nos ha dado a conocer y quien nos ha mostrado el Amor, pues «Dios es amor», escribió igualmente el Apóstol! (1 Jn 4,8).
Y sabemos que Dios nos ama porque se entregó a la muerte por nosotros, a fin de redimirnos del pecado y de la muerte eterna. Jesucristo, el Hijo del Dios Altísimo, nacido virginalmente de Santa María, fue alzado sobre la tierra y clavado en la Cruz, para salvación de cuantos crean en Él, le amen y sigan sus mandamientos perseverando en la vida de la gracia.
Amor que nuevamente testimonia el discípulo amado: «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre» (1 Jn 3,1). Y en su Evangelio escribió: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Como bien sabemos, Jesús -el Inocente y Santo de Dios- fue inmolado en el patíbulo de la Cruz, para así expiar nuestros pecados y reconciliarnos con el Padre, de forma que fuéramos dignos de alcanzar las eternas promesas. Y, en orden a renovarnos en profundidad, para que amáramos con la misma fuerza de Dios (desde Él y por Él), infundió en nosotros el Espíritu Santo, el Amor increado, que nos lleva a amar y a obrar santamente, transformándonos en Cristo, para gloria del Padre, que así podrá complacerse en nosotros, como se agradó en el unigénito (cf. Mt 3,17). Por esto san Pablo escribió: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). ¡Basta, pues, que dejemos actuar al Espíritu que inhabita en nosotros, para amar como querríamos, y así glorificar y complacer a la Santísima Trinidad!
Y al objeto de ayudar en ese empeño de amor tengo el gusto de presentar este libro: Tesoros de amor. Desde la propia experiencia espiritual, enriquecida inmensamente con el trato y amistad de tantas personas -y tan santas- que han pasado junto a mí en estos largos años de servicio a Dios como sacerdote, presento este sencillo libro, que tiene por objeto ayudar a tener experiencia viva y personal del amor con que somos amados. Para ello ofrezco abundantes consideraciones espirituales, y contemplo profundos misterios de nuestra fe, desde la perspectiva del amor de Dios para con nosotros. Amor que, lógicamente, ¡exige y demanda una respuesta de amor por nuestra parte! ¡Un compromiso de amor!, que se ha de expresar en afán de santidad y empeño apostólico, por llevar a otras personas la alegría y la novedad del amor.
¡Es tan grande el amor con que somos amados, que sólo nuestra entrega al Amor justificará plenamente nuestras vidas!
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